sábado, 10 de agosto de 2019

Última enseñanza.

Está más que decidido, y aquí voy a dejar constancia de ello: Todo ha quedado atrás, y no voy a ser una de esas mujeres pesadas que piden a los suyos que le devuelvan todo el tiempo y el amor que les dedicó. Ya no soy divertida, la artritis no me deja cocinar, se acabaron las cenas y las veladas interminables, y mi sordera incluso me impide tener una conversación digna de llamarse tal cosa.
De mí no van a poder decir que les pido nada, porque nada les exijo: A parir de ahora el combustible que me ha traído hasta aquí no va a ser reemplazado por nada, y ahora sólo queda esperar a que el último grano de arena caiga y anuncie que todo acabó.
Mi cuerpo dejará de importarme, y a nadie importará hasta que su olor a putrefacto sea insostenible para todos aquellos a los que saludé diariamente y a los que ayudé en cuanto estuvo en mis manos; ya les estoy oyendo decir lo buena que era, lo educada que fui siempre, lo generosa con los demás... tal vez hasta tenga uno de esos panegíricos en la prensa local en los que se loen mis muchas acciones caritativas... y sé que mi funeral estará lleno.
Lo único que hoy me preocupa es si les llegara mi última lección y entenderán que lo que ellos no hicieron, los suyos no lo aprenderán. Espero que Dios me perdone por ser tan dura, pero los quiero tanto que odiaría imaginar que pasarán sus últimos días como los he pasado yo, acompañada tan solo de fotografías, recuerdos y una televisión a la que no presta atención pero que me ayuda a combatir un silencio que me acerca un poco más a mi último reposo.
Espero al menos que en la última oración que me dediquen sepan reconocer que, sin mí, ellos ni siquiera serían- Espero que lleven siempre consigo el amor que les di. Espero que su despedida sea rodeada de los suyos, de su amor y sus sonrisas, y del reconocimiento a una vida que no fue digna de ejemplo o mejor que ninguna otra, pero que fue parte de esa vida de la que ellos, por ahora, siguen viviendo.

jueves, 27 de septiembre de 2018

Temne y Limba.

La primera luna llena después del equinocio de otoño va saliendo poco a poco, de un color entre rojizo y anaranjado que convierte el paisaje por un tiempo en una imagen fantasmal. Hace viento de levante, muchísimo viento de levante, y las olas rompen continuamente contra las rocas de una playa olvidada del Mediterráneo. Arrastran en su furia los restos de lo que un día fue un hombre. Ya apenas queda nada: Su cráneo está mondo, pelado como una piedra, y las extremidades sólo siguen pegadas al cuerpo por unos tendones fuertes, de alguien joven, que las mantienen unidas pese a ser ya sólo huesos blanqueados por el inclemente sol.

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En un pequeño pueblo de chozas de barro en el distrito de Kailahun, dos jóvenes se despiden. "en cuanto tenga dinero suficiente te llevaré allí". Ella llora, y sus grandes ojos negros no pueden ocultar una inmensa pena. No sabe leer ni escribir, no sabe dónde está ese país al que Lemne dice que va a viajar, no sabe nada de casi nada, pero hay algo en la alineación de los planetas que no le gusta, algo extraño que la inquieta en lo más profundo de su ser. Limba es muy joven, y aunque no sepa cuándo nació, su madre le ha contado que nació al terminar la guerra, en la que murió su padre, como tantos otros hombres reclutados a la fuerza para luchar contra la tiranía de los mende.

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Temne va a emprender un viaje a pie hasta Koindú, y allí entregará el dinero que han reunido entre todos para que lo lleven hacia el norte, en un viaje en el que tendrá que cruzar el gran desierto esquivando a las guerrillas suníes, y que culminará si todo sale bien con su entrada en Marruecos, desde cuya costa norte embarcará rumbo a ese extraño país del que desconoce todo menos su nombre.

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A Limba sólo le queda esperar, rezando para que los traficantes de diamantes o las redes de trata de mujeres no pasen por esa pequeña población a orillas del río Moa. Ella es joven y guapa, con un cuerpo esbelto que apenas acaba de empezar a ser el de una mujer, y como toda la minoría kissi, no goza del respeto del resto de los habitantes de Sa Lon, ese pequeño país al que los extranjeros llaman Sierra Leona.

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En la costa de Marruecos, en la playa de Charrana, los turistas se mezclan con los pescadores y ya hace tiempo que ignoran a esos negros que merodean esperando a que alguna embarcación les lleve a la península. El reino se ha desentendido: Ellos tienen sus problemas con sus hrig, esos jóvenes de Fez que huyen del país hartos del paro y de la pobreza. Esa noche hay buena mar, y las organizaciones ya están avisadas: Les remolcarán hasta las doce millas en una balsa neumática, y luego sólo tendrán que seguir hacia el norte buscando Alborán o España. Les dan pocas consignas, les enseñan algunas frases, les preguntan los nombres de las mujeres y los niños y ya está: No digáis de dónde habéis salido ni que día, eso corre por nuestra cuenta. No digáis nada, sólo de dónde sois. No os preocupéis, los españoles os acogerán y se ocuparán de vosotros.

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Temne está en una embarcación en medio del mar, la luna está creciendo y apenas alumbra. Hacinado entre otros jóvenes y algunas madres, apenas tiene sitio para moverse. Siguen la luz de un faro que aparece y desaparece, o al menos eso intenta el joven al que le han explicado cómo tiene que gobernar la embarcación. Al poco empieza a clarear, y mientras la luna se esconde por poniente, un disco rojo va surgiendo de las aguas, llenando todo de una luz anaranjada que pronto deslumbra sus cansados ojos. Hace calor, y apenas llevan agua, pero no está preocupado porque sabe que en unas horas estará en esa tierra en la que sus problemas se van a terminar, en ese paraíso que se reserva sólo para aquellos que tienen el valor de emprender el viaje.

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Limba está preocupada: Desde Buedú y Koindú llegan noticias inquietantes acerca de gente extraña que merodea por allí. ella o sabe si son mendes, traficantes o guerrilleros de los que usan el nombre de Alá para obligar a los kissi a obedecer su voluntad. No tiene noticias de Temne, y aunque sabe que no tiene modo alguno de tenerlas, no ha perdido la esperanza de que alguien se entere de algo que le permita mantener la esperanza al menos un día más.

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El calor se va haciendo sofocante y ya apenas queda agua. El incesante bamboleo de la embarcación ha provocado que muchos se mareen. El espacio es mínimo, y algunos se alivian encima sin poder moverse. El olor se hace insoportable, y no se ve nada que indique si están cerca o lejos de llegar a algún sitio. La luz que los guiaba se ha apagado, y aunque el improvisado patrón trata de mantener el rumbo que marca la brújula que les han dado los traficantes, nadie parece tener muy claro si van bien encaminados. Casi nadie habla su lengua, y sólo sus compatriotas entienden el krio, por lo que tampoco puede comunicarse con nadie. De pronto alguien dice algo y señala hacia delante. Lo que se ve parece tierra, y parece que en ella hay un edificio alto, tal vez el que les guiaba de noche con su luz.

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En una playa olvidada por todos en el Mediterráneo, alguien da la voz de alarma: Un cadáver, o lo que queda de él... huesos blanqueados, algo de ropa, y unas olas inocentes que mojan los huesos de lo que algún día fue un hombre. Carreras y gritos, y gente uniformada que se acerca a verificar que un muerto ha varado entre las rocas. No saben quién es o quién ha sido, y nunca lo sabrán: sólo esperan a que las autoridades competentes se hagan cargo de los restos, mientras alguien por lo bajo musita un padrenuestro.

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En un pueblo olvidado de todos, a orillas del río Moa, Limba espera que alguien le traiga noticias de Temne. Ella sabe que tan solo es una joven kissi y que su vida sólo vale el tiempo que le quede hasta que la pobreza y la miseria se la lleven de allí. Temne se ha ido en busca del paraíso, y a ella no le queda nada más que la esperanza de que algún día regrese y se la lleve, y abandone para siempre esa pequeña aldea de casas de barro en el distrito de Kailahun, desde donde ve brillar en el cielo una luna roja que anuncia que ha llegado el tiempo de la cosecha.









sábado, 15 de septiembre de 2018

Para mi hija mayor.

Erase una vez una niña muy valiente que era capaz de vencer todos sus miedos porque quería ser una guerrera que manejara su arco y sus flechas cada vez que se encontraba un enemigo. Era una niña estudiosa y responsable, que practicaba deporte, obedecía a sus padres, hacía las tareas y estudiaba la lección. Le encantaba andar en bici y patinar, y comer carne, queso y chocolate. También era muy soñadora y le encantaba imaginar cada día un juego nuevo. Se estaba preparando para tomar su primera Comunión y era la que más oraciones sabía de su clase.

Se llamaba Reyes y era muy guapa y muy fuerte, aunque sólo tenía ocho años.



Un día salió de su casa y se encontró un dragón rosa con puntos rojos que quería robarle su merienda... y le dio un tortazo tan fuerte que todavía hoy tiene los dedos marcados en sus mejillas.



Otro día fue a una casa en la que había unos perros muy grandes; a Reyes los perros le daban miedo, pero como quería ser valiente se imaginó que eran muñecas y les dijo:



- ¡Venir aquí, que estáis muy despeinados!



Y les peinó hasta que se hicieron sus amigos.



Como era una niña muy sensible siempre se ponía triste cuando algún amigo le daba de lado, hasta que se dio cuenta de que el mundo está lleno de niños con los que jugar, y desde ese día no deja que nadie le tome el pelo.



Ahora quiere vencer sus miedos para ver un día la Vía Láctea, porque sabe que tiene que ser de noche y en un bosque. Seguro que lo consigue, porque con lo inteligente y valiente que es sabrá vencer los miedos que tiene.

lunes, 31 de julio de 2017

Arcántropo.

Hace generaciones que ya ni se extraña de reconocer entre los hombres comunes a otras especies que han sobrevivido a pasar de los milenios que han pasado desde que se fueron los ángeles.


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Al principio todo era fácil, porque los hombres podían creer, pero llegó un momento en que todos tomaron partido y el Creador tuvo que decir basta; no había llegado el momento de la batalla contra las huestes del ángel caído y un velo cayó sobre el camino entre ambos mundos. Todavía quedan algunos que pueden ver al otro lado, y hay incluso más que saben que hay algo de otro mundo alrededor; desgraciadamente casi nadie se atreve a manifestarlo, y eso hace más difícil la lucha.


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Los demonios ya no quieren tomar formas extrañas, ya no quieren ser descubiertos. Ahora todos se muestran como súcubos, hermosas mujeres que seducen a tantos que han ido cambiando el rumbo de la historia, hasta el punto de atentar contra los elegidos (¿Lo era Dalila? ¿Lo era Salomé?). El Hijo no le dejó actuar, ni siquiera le dejó quedarse. La Voz le ordenó que siguiera con su labor, con la tarea para la que había sido creado.


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Muchas guerras y varias muertes después ha aprendido a luchar donde debe y cuando debe, y ya ha dejado de defender a los débiles, porque ha estado con muchos de ellos en el tránsito y ha asumido que esta muerte apenas tiene importancia más allá. Ya no es ese joven dispuesto a recibir el golpe, la flecha, la bala... ahora ejecuta al lado del Arcángel porque sabe que el mal existe, y que su misión es combatirlo.


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Una vez preguntó por qué sabiendo todo el pasado nunca se le permitió ver el futuro, nunca tuvo la respuesta pero la intuye: Un soldado no necesita saber, no necesita juzgar, no necesita opinar. Él es más que un hombre y a la vez es menos, se le ha negado la muerte y el descanso hasta que llegue el final.


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Primero aprendió a tolerar el dolor, después a convivir con él; hace tiempo que ya no lo siente, y eso le ha hecho no sentir amor; y mientras pasea por las calles mojadas en la madrugada sabe que donde otros ven hombres raros o fenómenos inexplicables, lo que hay son criaturas extrañas y viejas, creadas en el principio con misiones concretas... y también sabe que todas le temen a él.